Filippo Tommaso Marinetti (1876-1944).
Proclama a los Futuristas Españoles.
¡He soñado un gran pueblo: es el vuestro, sin duda, españoles! Le he visto caminar de época en época conquistando las montañas, cada vez más alto, hacia la gran hoguera que resplandece al otro lado de las cimas inaccesibles.
Desde lo alto del cenit he contemplado en sueños vuestros innumerables barcos cargados, que formaban largos cortejos de hormigas en la verde pradera del mar, enlazando las islas a las islas como a otros tantos hormigueros, sin pensar en los ciclones, puntapiés formidables de un dios que no temíais.
Y vosotros, soldados y trabajadores, creadores de ciudades, marchabais con tan firme paso, que vuestra huella construía caminos y arrastrabais una nutrida retaguardia de mujeres, de niños y de frailes pérfidos.
Ellos son los que os traicionan, atrayendo sobre vuestra caravana en marcha toda la pesadez del clima africano, especie de aérea bruja o proxeneta que bulle en torno vuestro en los sombríos desfiladeros de Sierra Nevada.
Mientras brisas ponzoñosas os salían al paso; mil primaveras indolentes de alas de vampiro os enervaban de voluptuosidad.
Mientras los lobos de la lujuria aullaban en lo espeso de los bosques, bajo las lentas bocanadas róseas del crepúsculo, los hombres estrujaban a besos a mujeres desnudas en sus brazos. ¡Quizá deseaban volver locas de celos a las estrellas inaccesibles, perdidas a lo lejos en el abismo obscuro de la noche! O tal vez el temor de morir les impulsaba a repetir sin término estos juegos mortales en los lechos de amor. Y las llamas postreras del Infierno, que se apagaba ya, lamían sus nalgas de machos encarnizados sobre los bellos sexos incitantes. El viejo sol cristiano moría entre un tumulto de nubes veteadas y aun congestionadas por la sangre vertida en la Revolución francesa, imponente borrasca de justicia.
En la inmensa inundación de libertad, borrados todos los autoritarismos, habéis alimentado vuestra angustia durante mucho tiempo en los ladinos frailes, que rondaban cautelosamente en torno de vuestras riquezas hacinadas. Y heles aquí, inclinados sobre vosotros, susurrándoos al oído: “¡Oh, hijos nuestros, entrad con nosotros en la Catedral del buen Dios!... ¡Es vieja, pero es sólida! ¡Entrad, ovejas nuestras, y abrigaos en el redil! ¡Oíd cómo las santas campanas amorosas mecen sus tañidos, cual mecen las andaluzas sus turgentes caderas! Hemos cubierto de rosas y violetas el altar de la Virgen. La penumbra de sus capillas tiene el misterio de una alcoba nupcial. Arden los cirios como los claveles rojos entre los dientes de vuestras lánguidas mujeres. ¡Tendréis también perfumes, oro, seda, y canciones, porque la Virgen es indulgente!”
Y a estas palabras desviasteis el mirar de las constelaciones indescifrables y el espantoso miedo al firmamento os arrojó de lleno en las hambrientas fauces de la Catedral, bajo la voz doliente del órgano, que acaba de quebrantar nuestras rodillas.
¿Qué veo ahora? En la noche impenetrable la catedral tiembla bajo el rabioso batir de la lluvia. Un terrible bochorno alza penosamente aquí y allá, sobre el arco del horizonte, bloques gigantescos de tinieblas espesas. El diluvio acompaña con desolada voz el gemir prolongado del órgano y de vez en cuando sus voces confundidas aumentan con estruendo de hundimiento. Y los muros del claustro caen en ruinas.
¡Españoles! ¡Españoles! ¿Qué esperáis ahí, mudos de espanto, abatida la cara contra el suelo, entre el vaho pestilente del incienso y las flores podridas, en esta arca inmunda de Catedral, que no puede salvaros del diluvio ni llevaros al cielo, rebaño cristiano?... ¡Levantaos! ¡Escalad las vidrieras relucientes de luna mística y contemplad el espectáculo de los espectáculos!
¡He aquí, erigida como un prodigio por encima de las sierras de ébano, la sublime Electricidad, única y divina madre de la humanidad futura, la Electricidad con su busto palpitante de plata viva, la Electricidad de los mil brazos fulgurantes y violentos!...
¡Miradla! Lanza en todas direcciones sus rayos diamantinos, jóvenes, movibles y desnudos, que trepan por zigzagueantes escaleras azules al asalto de la sombría Catedral.
Son más de diez mil, inquietos, jadeantes, que corren al asalto bajo la lluvia, escalando los muros, colándose por todos sitios, mordiendo el hierro humeante de las gárgolas y rompiendo con una intrusión brusca las vírgenes pintadas de las vidrieras.
Pero tembláis de rodillas como árboles desgajados en un torrente…
¡Levantaos! Que los más viejos se apresuren a cargar a cuestas lo mejor de vuestras riquezas. ¡A los otros, a los más jóvenes, una tarea más grata! ¿No sois los hombres de veinte años? Entonces escuchadme: blandid cada uno un candelero de oro macizo y servíos de él cual de una maza voltijeante para romper el cráneo de los frailes y de los cabildos.
¡Hervor sangriento, papilla roja con la que taparéis los agujeros de la bóveda y los rotos de los cristales! Será un vivo andamiaje de diáconos y subdiáconos, de cardenales y arzobispos, encajados los unos en los otros, trenzados por los brazos y las piernas, que sostendrá los muros derruidos de la nave.
Mas es preciso que aligeréis el paso antes de que los rayos vencedores vuelvan sobre vosotros para haceros purgar vuestro delito milenario. Porque sois culpables del crimen de éxtasis y de sueño. Porque sois culpables de no haber querido vivir y de haber saboreado la muerte a pequeñas dosis. Culpables de haber apagado en vosotros el espíritu, la voluntad y el orgullo conquistador, bajo tristes cojines de amor, de lujuria y de cansinas plegarias…
¡Y ahora derribad las hojas de la puerta que crujen sobre sus goznes!... La hermosa España está tendida ante vosotros, abrasada de sed y maltratada por un sol implacable, ofreciéndoos su pobre vientre seco. ¡Corred, corred a socorrerla!... ¿Pero por qué os desesperáis de ese modo?... ¡Ah! Una fosa os detiene, la gran fosa pretérita que defendía la Catedral. ¡Pues bien; colmadla, viejos, con las riquezas que agobian vuestros hombros! ¡Oh, que admirable revoltijo de cuadros sagrados, estatuas inmortales, guitarras embadurnadas de claro de luna, útiles preferidos por los antepasados, metales y maderas preciosas!... ¿Por lo visto, la fosa es demasiado vasta y no tenéis con qué llenarla?... Ahora os toca a vosotros. ¡Sacrificaos y arrojaos dentro!... Vuestros provectos cuerpos hacinados iniciarán el camino a la redención del mundo.
Y vosotros, los jóvenes, pasad tranquilamente por encima… ¿Qué hay allí todavía? ¿Un nuevo obstáculo?... ¡No es más que un cementerio!... ¡Al galope! ¡Al galope!... ¡Atravesadle saltando como una banda de estudiantes en vacaciones! ¡Pisotead las hierbas, las cruces y las tumbas! Vuestros antepasados se reirán con una risa futurista y feliz, locamente feliz, al sentirse pisados por pies más pujantes que los suyos.
¿Qué lleváis? ¿Azadas?... ¡Lanzadlas lejos de vosotros! Sólo han cavado fosas funerarias… Para devastar la tierra de la vid obscura, forjaréis otras azadas fundiendo el oro y la plata de los exvotos.
¡Por fin podéis dejar vagar vuestras miradas libres bajo el vivo flamear revolucionario de los pendones de la aurora!
Os dirán el camino los ríos en libertad, los ríos que desdoblan sus sedosos cendales de frescura sobre la tierra, de la que habéis barrido las inmundicias clericales.
¡Y sabedlo, españoles! El antiguo cielo católico, al llorar hoy sus ruinas, ha fecundado sin querer la sequedad de vuestra gran meseta central.
Para calmar la sed durante vuestra marcha entusiasta, mordeos hasta hacerlos que sangren esos labios que querían aún rezar, para enseñarlos a que domen al Destino esclavo…
¡Andad derechos! Es preciso que no se acuerden de la tierra vuestras rodillas maceradas, y no las doblaréis más que sobre vuestros antiguos confesores, que han de serviros de grotescos reclinatorios.
¿No les sentís agonizar bajo este derrumbamiento de piedras y estos choques rudos de escombros que acompasa vuestro paso?... ¡Pero guardaos de volver la cabeza! Que la vieja Catedral negra siga desplomándose poco a poco, con sus vidrieras místicas y con las claraboyas de su bóveda cegadas por la papilla fétida de los cráneos de frailes y cabildos.
Proclama a los Futuristas Españoles.
¡He soñado un gran pueblo: es el vuestro, sin duda, españoles! Le he visto caminar de época en época conquistando las montañas, cada vez más alto, hacia la gran hoguera que resplandece al otro lado de las cimas inaccesibles.
Desde lo alto del cenit he contemplado en sueños vuestros innumerables barcos cargados, que formaban largos cortejos de hormigas en la verde pradera del mar, enlazando las islas a las islas como a otros tantos hormigueros, sin pensar en los ciclones, puntapiés formidables de un dios que no temíais.
Y vosotros, soldados y trabajadores, creadores de ciudades, marchabais con tan firme paso, que vuestra huella construía caminos y arrastrabais una nutrida retaguardia de mujeres, de niños y de frailes pérfidos.
Ellos son los que os traicionan, atrayendo sobre vuestra caravana en marcha toda la pesadez del clima africano, especie de aérea bruja o proxeneta que bulle en torno vuestro en los sombríos desfiladeros de Sierra Nevada.
Mientras brisas ponzoñosas os salían al paso; mil primaveras indolentes de alas de vampiro os enervaban de voluptuosidad.
Mientras los lobos de la lujuria aullaban en lo espeso de los bosques, bajo las lentas bocanadas róseas del crepúsculo, los hombres estrujaban a besos a mujeres desnudas en sus brazos. ¡Quizá deseaban volver locas de celos a las estrellas inaccesibles, perdidas a lo lejos en el abismo obscuro de la noche! O tal vez el temor de morir les impulsaba a repetir sin término estos juegos mortales en los lechos de amor. Y las llamas postreras del Infierno, que se apagaba ya, lamían sus nalgas de machos encarnizados sobre los bellos sexos incitantes. El viejo sol cristiano moría entre un tumulto de nubes veteadas y aun congestionadas por la sangre vertida en la Revolución francesa, imponente borrasca de justicia.
En la inmensa inundación de libertad, borrados todos los autoritarismos, habéis alimentado vuestra angustia durante mucho tiempo en los ladinos frailes, que rondaban cautelosamente en torno de vuestras riquezas hacinadas. Y heles aquí, inclinados sobre vosotros, susurrándoos al oído: “¡Oh, hijos nuestros, entrad con nosotros en la Catedral del buen Dios!... ¡Es vieja, pero es sólida! ¡Entrad, ovejas nuestras, y abrigaos en el redil! ¡Oíd cómo las santas campanas amorosas mecen sus tañidos, cual mecen las andaluzas sus turgentes caderas! Hemos cubierto de rosas y violetas el altar de la Virgen. La penumbra de sus capillas tiene el misterio de una alcoba nupcial. Arden los cirios como los claveles rojos entre los dientes de vuestras lánguidas mujeres. ¡Tendréis también perfumes, oro, seda, y canciones, porque la Virgen es indulgente!”
Y a estas palabras desviasteis el mirar de las constelaciones indescifrables y el espantoso miedo al firmamento os arrojó de lleno en las hambrientas fauces de la Catedral, bajo la voz doliente del órgano, que acaba de quebrantar nuestras rodillas.
¿Qué veo ahora? En la noche impenetrable la catedral tiembla bajo el rabioso batir de la lluvia. Un terrible bochorno alza penosamente aquí y allá, sobre el arco del horizonte, bloques gigantescos de tinieblas espesas. El diluvio acompaña con desolada voz el gemir prolongado del órgano y de vez en cuando sus voces confundidas aumentan con estruendo de hundimiento. Y los muros del claustro caen en ruinas.
¡Españoles! ¡Españoles! ¿Qué esperáis ahí, mudos de espanto, abatida la cara contra el suelo, entre el vaho pestilente del incienso y las flores podridas, en esta arca inmunda de Catedral, que no puede salvaros del diluvio ni llevaros al cielo, rebaño cristiano?... ¡Levantaos! ¡Escalad las vidrieras relucientes de luna mística y contemplad el espectáculo de los espectáculos!
¡He aquí, erigida como un prodigio por encima de las sierras de ébano, la sublime Electricidad, única y divina madre de la humanidad futura, la Electricidad con su busto palpitante de plata viva, la Electricidad de los mil brazos fulgurantes y violentos!...
¡Miradla! Lanza en todas direcciones sus rayos diamantinos, jóvenes, movibles y desnudos, que trepan por zigzagueantes escaleras azules al asalto de la sombría Catedral.
Son más de diez mil, inquietos, jadeantes, que corren al asalto bajo la lluvia, escalando los muros, colándose por todos sitios, mordiendo el hierro humeante de las gárgolas y rompiendo con una intrusión brusca las vírgenes pintadas de las vidrieras.
Pero tembláis de rodillas como árboles desgajados en un torrente…
¡Levantaos! Que los más viejos se apresuren a cargar a cuestas lo mejor de vuestras riquezas. ¡A los otros, a los más jóvenes, una tarea más grata! ¿No sois los hombres de veinte años? Entonces escuchadme: blandid cada uno un candelero de oro macizo y servíos de él cual de una maza voltijeante para romper el cráneo de los frailes y de los cabildos.
¡Hervor sangriento, papilla roja con la que taparéis los agujeros de la bóveda y los rotos de los cristales! Será un vivo andamiaje de diáconos y subdiáconos, de cardenales y arzobispos, encajados los unos en los otros, trenzados por los brazos y las piernas, que sostendrá los muros derruidos de la nave.
Mas es preciso que aligeréis el paso antes de que los rayos vencedores vuelvan sobre vosotros para haceros purgar vuestro delito milenario. Porque sois culpables del crimen de éxtasis y de sueño. Porque sois culpables de no haber querido vivir y de haber saboreado la muerte a pequeñas dosis. Culpables de haber apagado en vosotros el espíritu, la voluntad y el orgullo conquistador, bajo tristes cojines de amor, de lujuria y de cansinas plegarias…
¡Y ahora derribad las hojas de la puerta que crujen sobre sus goznes!... La hermosa España está tendida ante vosotros, abrasada de sed y maltratada por un sol implacable, ofreciéndoos su pobre vientre seco. ¡Corred, corred a socorrerla!... ¿Pero por qué os desesperáis de ese modo?... ¡Ah! Una fosa os detiene, la gran fosa pretérita que defendía la Catedral. ¡Pues bien; colmadla, viejos, con las riquezas que agobian vuestros hombros! ¡Oh, que admirable revoltijo de cuadros sagrados, estatuas inmortales, guitarras embadurnadas de claro de luna, útiles preferidos por los antepasados, metales y maderas preciosas!... ¿Por lo visto, la fosa es demasiado vasta y no tenéis con qué llenarla?... Ahora os toca a vosotros. ¡Sacrificaos y arrojaos dentro!... Vuestros provectos cuerpos hacinados iniciarán el camino a la redención del mundo.
Y vosotros, los jóvenes, pasad tranquilamente por encima… ¿Qué hay allí todavía? ¿Un nuevo obstáculo?... ¡No es más que un cementerio!... ¡Al galope! ¡Al galope!... ¡Atravesadle saltando como una banda de estudiantes en vacaciones! ¡Pisotead las hierbas, las cruces y las tumbas! Vuestros antepasados se reirán con una risa futurista y feliz, locamente feliz, al sentirse pisados por pies más pujantes que los suyos.
¿Qué lleváis? ¿Azadas?... ¡Lanzadlas lejos de vosotros! Sólo han cavado fosas funerarias… Para devastar la tierra de la vid obscura, forjaréis otras azadas fundiendo el oro y la plata de los exvotos.
¡Por fin podéis dejar vagar vuestras miradas libres bajo el vivo flamear revolucionario de los pendones de la aurora!
Os dirán el camino los ríos en libertad, los ríos que desdoblan sus sedosos cendales de frescura sobre la tierra, de la que habéis barrido las inmundicias clericales.
¡Y sabedlo, españoles! El antiguo cielo católico, al llorar hoy sus ruinas, ha fecundado sin querer la sequedad de vuestra gran meseta central.
Para calmar la sed durante vuestra marcha entusiasta, mordeos hasta hacerlos que sangren esos labios que querían aún rezar, para enseñarlos a que domen al Destino esclavo…
¡Andad derechos! Es preciso que no se acuerden de la tierra vuestras rodillas maceradas, y no las doblaréis más que sobre vuestros antiguos confesores, que han de serviros de grotescos reclinatorios.
¿No les sentís agonizar bajo este derrumbamiento de piedras y estos choques rudos de escombros que acompasa vuestro paso?... ¡Pero guardaos de volver la cabeza! Que la vieja Catedral negra siga desplomándose poco a poco, con sus vidrieras místicas y con las claraboyas de su bóveda cegadas por la papilla fétida de los cráneos de frailes y cabildos.