Jaume Farrerons (1961).
Europa · Socialismo · Identidad.
Europa, Nuestra Única Patria.
Desde el final de nuestra gran guerra civil (1914-1945), los europeos hemos dejado de ser el centro de la civilización occidental, extendida a escala planetaria, para pasar a convertirnos en un mero apéndice del mercado común mundial liderado por los Estados Unidos. Como ciudadanos, carecemos de una patria digna de ese nombre, circunstancia que hace imposible el surgimiento en nuestra sociedad de una auténtica conciencia cívica. Somos seres humanos éticamente castrados, y nos hemos recluido en los pequeños placeres de la vida cotidiana y de la sociedad consumista porque carecemos de la posibilidad de servir a la causa de un gran proyecto histórico. Los Estados de los que formamos parte ostentan el rango de meras unidades administrativas económicas y están exentos de toda entidad política. El último país de Europa capaz de hacer frente a los norteamericanos en un plano de igualdad, la Unión Soviética, ya no existe y se suma, con Alemania, a la lista de los rivales que los EEUU han puesto fuera de combate como sujetos políticos soberanos susceptibles de decisiones históricas de alcance mundial. En definitiva, expulsados de la política, los europeos hemos sido reducidos a la categoría de productores, consumidores y contribuyentes, mientras en Bruselas, franquicia de Wall Street, y siempre de espaldas a todo genuino procedimiento democrático, se cuecen las directrices históricas reales, las del pensamiento único economicista, destinadas a hacer de nuestra sociedad una fotocopia del universo americano supeditada políticamente a Washington.
Consecuentemente, los ciudadanos europeos carecemos de patria. Y si queremos superar la amputación moral que padecemos por culpa de esta vergonzosa situación, nadie lo hará por nosotros: habremos de construir por nuestra cuenta un espacio de decisión cívica con capacidad política soberana. Nada podemos esperar de los políticos profesionales actuales, casta colonial corrupta al servicio del capital financiero con sede en Nueva York. Sin embargo, el germen institucional de esa patria ya existe en cuanto realidad objetiva y se llama Parlamento de Estrasburgo. La construcción de Europa es así en primer lugar un proceso subjetivo y a la vez colectivo de autoconciencia que debe manifestarse como voluntad política nacional europea. En este contexto, todo sentimiento nacionalista orientado a fomentar el odio de un pueblo europeo contra otro pueblo europeo es una traición llana y simple a la única patria que reconocemos. Los nacionalismos, que en el pasado inmediato ya nos condujeron a la destrucción y a la ruina, pugnan ahora por mantenernos encadenados al laberinto de la división tribal, es decir, del sometimiento y la humillación política frente al poder imperial incontestable de los EEUU. Este hecho es tanto más indigno cuanto más patente se hace la superioridad económica, demográfica y cultural que, frente al enemigo americano, ostenta Europa como cuna y epicentro de la modernidad.
Por todo ello propugnamos la necesidad de un proyecto de nuevo cuño que, respetando las idiosincrasias culturales de los pueblos europeos e incluso los legítimos sentimientos de amor a lo propio -los cuales no deben confundirse con el rechazo y el desprecio del vecino-, anteponga la exigencia de unidad de dichos pueblos a unas mezquinas pugnas internas que empujan a los ciudadanos europeos al ostracismo político y, en último término, a la desaparición pura y simple de esos mismos pueblos tan orgullosos de sus obsoletas diferencias nacionales.